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Leer e interpretar

Algunas cuestiones relativas a la comprensión de textos

Juan Manuel Navarro Cordón[1]

Reading and Interpreting
Some Questions Related to the Text Comprehension 

DOI : 10.46605/sh.vol9.2020.107

Resumen

El “texto” ha llegado a ser, especialmente en la hermenéutica contemporánea, una cuestión de primer rango, sobre todo en la obra de Ricœur. Leer e interpretar un texto nos instala no solo en él, sino que nos traslada a un mundo (el mundo abierto por el texto) y nos dispone para, apropiándonos de su sentido, enriquecer nuestro mundo e innovarlo. El trabajo se propone abordar la comprensión del texto filosófico en un diálogo con grandes pensadores de la hermenéutica como Heidegger, Gadamer y Ricœur, retomando ideas luminosas de Aristóteles, Hegel y Ortega.

Palabras clave

Texto, lenguaje, tradición, comprensión, pensamiento.

Abstract 

The “text” has become, especially in contemporary hermeneutics, a basic problem, particularly in Ricœur’s work. Reading and interpreting a text situate us not only in it, but also transport us to a world (the world opened by the text) and in our appropriating of its meaning, disposes us to an enriching of our world and to its innovation. The work sets out to approach the understanding of the philosophical text in a dialogue with great thinkers of hermeneutics such as Heidegger, Gadamer and Ricœur, retrieving luminous ideas of Aristotle, Hegel and Ortega.

Keywords

Text, language, tradition, understanding, thought


Quedarse en el pasado es haberse ya muerto.

Ortega y Gasset, OC IX, p. 350[2].

Claramente sabemos, al menos desde Hegel, que cuando una época lo trata todo historiográficamente (historisch) y adopta ante los textos y los pensamientos una actitud puramente doxográfica, ocupándose, por tanto, de un mundo que ya no existe, y no vagabundeando sino entre tumbas, entonces la reflexión filosófica pierde su quicio y el pensamiento renuncia a su orto, que es llegar a pensar por sí mismo y pensarse a sí mismo. Esta tarea no se inicia propiamente ni se cumple cuando las obras y textos que forman lo que se denomina “historia de la filosofía” son considerados como algo ya pasado y muerto, sin otro interés para nosotros que el muy pobre de la erudición. Reducirlos a esta irrelevante significación vendría a ser el desconocimiento de lo que realmente es “tradición”; pues, como ya señaló Hegel,

la tradición no es solamente un ama de llaves que sólo guarda fielmente lo que ha recibido y así lo transmite sin cambio a los descendientes. No es una estatua inmóvil de piedra, sino que es viviente, y crece como un torrente poderoso que se agranda a medida que se aleja de su fuente.

Y es también en relación con ella, y desde ella, como hemos de llegar a comprendernos:

Lo que somos históricamente [geschichtlich], la propiedad que pertenece a nosotros, al mundo actual […] es la herencia y el resultado del trabajo, y en verdad del trabajo de todas las generaciones anteriores del género humano… A la tradición debemos lo que somos” (Hegel, 1966, pp. 13 y 21 resp.).

Y sería desconocer también, por otra parte, el carácter de dialogantes e interpeladores que esos textos y obras tienen para con nosotros, en relación con las preguntas y cuestiones que nos acucian y a las que esos mismos textos, siempre y de renovada manera, tienen algo que decir. En ello radica precisamente su condición de textos u obras “clásicas”. “Clásico” es lo que, en la ruina el tiempo, “se conserva del pasado como no pasado” (vom Vergangenen als unvergangen), y no porque valga o esté vigente para todo y cualquier tiempo, sino porque da siempre que pensar; “dice algo a cada presente como si se lo dijera a él particularmente”, su “elocuencia […] es fundamentalmente ilimitada” (Gadamer, GW 1, pp. 294 s./p. 359).

El pensamiento vive en esta interna dialéctica entre presente y tradición (relación en virtud de la cual la tradición y el presente adquieren su significación y claridad). En ella se cumple la tarea de lo que propiamente es leer y comprender un texto filosófico, y solo en ella puede llegarse a formular la conciencia del presente y la franquía para un pensar nuevo y propio, la hermenéutica. Especialmente hoy y desde Nietzsche, más que propiamente un método, una técnica o un conjunto de reglas, la hermenéutica como lectura y comprensión “es ella misma una forma de filosofar” (Gadamer, GW 1, p. 3/p. 25). La interpretación, al decir de Ricœur, como “recolección o restauración de sentido” (Ricœur, 1965, p. 37/p. 12).

Leer, leer un libro es, como todas las demás ocupaciones propiamente humanas, una faena utópica. Llamo utópica a toda acción cuya intención inicial no puede ser cumplida en el desarrollo de su ejercicio y tiene que contentarse con aproximaciones esencialmente contradictorias del propósito que la había iniciado. Así, “leer” comienza por significar el proyecto de entender plenamente un texto. Ahora bien, esto es imposible. Sólo cabe, con un gran esfuerzo, extraer una porción más o menos importante de lo que el texto ha pretendido decir, comunicar, declarar, pero siempre quedará un residuo “ilegible”. Es, en cambio, probable que mientras hacemos ese esfuerzo leamos, de paso, en el texto, esto es, entendemos cosas que el autor no ha “querido” decir y, sin embargo, las ha “dicho”, nos las ha revelado involuntariamente, más aún, contra su decidida voluntad. Esta doble condición del decir, tan extraña y antitética, aparece formalizada en dos principios de mi Axiomática para una nueva filología que suenan así:

1.° Todo decir es deficiente –dice menos de lo que quiere.

2.° Todo decir es exuberante –da a entender más de lo que se propone (Ortega y Gasset, OC IX, p. 751).

En estas líneas de Ortega, quedan recogidas con claridad, e imbricadas, algunas de las cuestiones que plantea la lectura de un texto. Y para aproximarnos a ellas y desplegarlas, hay que precisar primero qué es un texto. El texto es lenguaje, palabra o discurso escrito; “todo discurso”, dice Ricœur, “fijado por la escritura” (Ricœur, 1970, p. 181). Y siendo el lenguaje primera y primariamente lenguaje oral, el texto viene a ocupar el lugar y a ejercer en lo posible las funciones del lenguaje hablado y de su forma primigenia y constitutiva, aun en el soliloquio, a saber, el diálogo, la comunicación intersubjetiva en la dialéctica de pregunta y respuesta. Pero la relación del texto, como discurso escrito, con el lenguaje dialogado aún ha de considerarse en otro respecto, a saber, en la función referencial de este, su relación significante del mundo, de la realidad, dentro del marco, tiempo y circunstancia en que se cumple el decir.

En todo lenguaje hay, pues, un alguien que habla; un decir algo sobre algo, “lo dicho”, en función de la apertura y significación de algo, de la “cosa”, o asunto, y un alguien u otro a quien se habla. Así pues, la comunicación lingüística tiene una estructura de diálogo y un polo referencial significativo, en el que, siendo inseparables el significado y la cosa significada o realidad a significar, es importante mantener la distinción y el momento de la “cosa” (Sache) con la que medir el lenguaje y lo dicho y en la que cumplir la comunicación y la comprensión. Pues bien, ¿qué sucede en y mediante la fijación del discurso, en qué consiste el texto, con relación a la función referencial del lenguaje y a su estructura de diálogo?

El texto, de una parte, conserva el discurso y, como señala Ricœur, hace de él “un archivo disponible para la memoria individual y colectiva” (Ricœur, 1970, p. 183). Es en cuanto que escritura como se instituye, de un modo privilegiado, la tradición, que así conserva y transmite, en el medium del lenguaje, lo pasado y, sin embargo, operante y vivo (gewesene), que nos ha venido configurando y que forma nuestra “sustancia espiritual”. Es, pues, mediación lingüística y modo de apropiación. “La esencia de la tradición”, escribe Gadamer, “consiste en existir en el medio del lenguaje, de manera que el objeto preferente de la interpretación es de naturaleza lingüística”; y es a través de la escritura como “la tradición se convierte en una porción del propio mundo” (Gadamer, GW 1, p. 393/p. 468).

Pero la fijación del discurso por la escritura produce, además, un trastorno en la estructura de diálogo, en la relación entre quien habla y a quien se habla, y en la relación del lenguaje al mundo. En el texto desaparece, de algún modo, el autor, en la medida en que lo dicho queda absuelto de la contingencia y particularidad de su autor, fijado, y por tanto sin posibilidad de ser modificado, precisado o rectificado.

El autor del discurso no puede acudir en ayuda del texto y este “hablará” solo desde él mismo y sus virtualidades, o a la luz de las preguntas y de la “presión” de un lector. Y en cuanto al carácter referencial del texto al mundo, uno y otro quedan desconexionados y, sin que llegue a desaparecer o suprimirse la mostración referencial del discurso, queda, sin embargo, “interceptada” (Ricœur), y “se eleva en cierto modo hacia una esfera de sentido en la que puede participar todo el que esté en condiciones de leer” (Gadamer, GW 1, p. 396/p. 471). Con razón Gadamer ha señalado que “la escritura es autoextrañamiento” (Gadamer, GW 1, p. 394/p. 469), un modo de alienación con respecto al autor y con respecto a un mundo presente, preciso y definido en su significado, de manera que se requiere en cada caso su superación, apropiándose de sus virtualidades semánticas en una nueva configuración de sentido.

A las restricciones que impone al lenguaje como modo de comunicación el ser fijado por la escritura, hay que añadir sus propias limitaciones. Ortega las ha cifrado:

  1. en “la inefabilidad”,
  2. en “lo inefado”, y
  3. en ser la lengua un “mero fragmento de la expresividad humana”.

“La lengua en su auténtica realidad nace y vive y es como un perpetuo combate y compromiso entre el querer decir y el tener que callar. El silencio, la inefabilidad, es un factor positivo e intrínseco del lenguaje”. Solo callando ciertas cosas, el lenguaje puede decir otras; “el lenguaje está limitado siempre por una frontera de inefabilidad… por lo que en absoluto no se puede decir” (Ortega y Gasset, OC IX, pp. 755 y 756 resp.).

Pero a esto hay que añadir todo aquello que, pudiendo ser dicho, queda sin embargo inexpresado, en la idea de que el oyente puede suponerlo y añadirlo por sí mismo, y también, y además, porque el marco y la circunstancia en que el decir tiene lugar (el horizonte del decir y del diálogo) ofrecen ese “plus” de significado que complementa y realiza adecuadamente la limitación de lo dicho expresamente. En todo decir hay, pues, algo no dicho (ungesagtes, con término de Heidegger, “lo inefado” de Ortega) que, sin embargo, opera latentemente en el decir y que será preciso recoger y traer a presencia para la comprensión de lo dicho. Si a estas dos condiciones del lenguaje se añade que la lengua es “de suyo un mero fragmento de la expresividad humana, es la desintegración de la vida gesticulante” (Ortega y Gasset, OC IX, p. 762), se mostrará claramente que el lenguaje, como forma de comunicación y como el modo y medio en que se descubre y significa el mundo o la realidad, es en cada caso “deficiente”, limitado, finito.

Si, pues, leer un texto consiste en comprenderlo, eso requiere que sea superado en su condición de lenguaje extrañado. “La tarea de la lectura, en tanto que interpretación”, escribe Ricœur, “será efectuar la referencia” interceptada en cuanto texto; la verdadera destinación de la lectura es “completar el texto en palabra actual… Si la lectura es posible es porque el texto no está cerrado sobre él mismo, sino abierto a otra cosa, leer es encadenar un discurso nuevo al discurso del texto” (Ricœur, 1970, pp. 184 y 194 resp.). De este modo, se restaura la estructura de diálogo, si bien en la peculiar manera que impone la lectura, “se reconducen los signos del texto” (Gadamer), “se reconstruye” (Ortega) el horizonte desde el que fue pensado y escrito; en resumen, tiene lugar la “recolección del sentido” (Ricoeur). Leer y comprender un texto no es tarea fácil ni meramente “pasiva”, pero por ello mismo es una actividad fascinante, pues no solo se recolecta el sentido del texto, sino que también se recrea, se amplía nuestro propio horizonte de comprensión, y quizá se abre un nuevo sentido del mundo y de la realidad.

Con todo, y sin menoscabo de lo dicho, es el texto considerado en sí mismo el portador de sentido, un sentido “libre de toda atadura a los que opinan, al yo y al tú” (Gadamer, GW 1, p. 364/434), y cuya comprensión por tanto ha de basarse en el texto mismo, sin extrapolación alguna y sin digresiones historiográficas o doxográficas más o menos cercanas a su temática, y casi siempre traídas por los pelos. Algo distinto de tales extrapolaciones son las necesarias referencias al contexto que el texto reclama para la comprensión de su sentido, al igual que son necesarias las referencias que las frases o términos con que se teje el texto exigen, en virtud de su articulación en campos semánticos y de su significación diacrítica, a otras frases y a otros términos. En este preciso y restringido sentido, se da una interna co-pertenencia y dia-léctica entre palabra y frase, en que el texto crece, y entre texto y contexto.

[El] contorno inmediato de una palabra, de una frase, de un texto es el contexto. El contexto es un todo dinámico en que cada parte ejerce influjo, modifica las demás y, viceversa, recibe de las demás presiones… La palabra, cuando lo es, por tanto, cuando funciona y dice algo, lo hace ya refiriéndose a un contorno… lo cual quiere decir que el contorno forma parte de la palabra esencialmente y que la palabra es actividad, puro dinamismo, presión de un contorno sobre ella y de ella sobre un contorno (Ortega y Gasset, OC IX, pp. 763 s.).

La comprensión de un texto exige, pues, recorrer estos lazos semánticos y esta reciprocidad dinámica.

Pero, aunque sea el texto mismo el portador de sentido, el sentido de un texto no es algo fijo, que pueda ser dicho y comprendido en algún momento de una vez por todas y por tanto agotado en lo que significa y puede significar; el sentido “no se agota al llegar a un determinado punto final, sino que es un proceso infinito… constantemente aparecen nuevas fuentes de comprensión que hacen patentes relaciones de sentido insospechadas” (Gadamer, GW 1, p. 303/pp. 368 s.). Con razón, pues, se dijo que el proyecto de entender plenamente un texto es imposible y utópico y, en consecuencia, que toda lectura haya de ser aproximativa y recurrente; para decirlo con todo rigor, una lectura “repetidora”, en el sentido heideggeriano de repetición (Wiederholung), es decir, una lectura que asume lo ya “comprendido” y transmitido del texto, reiterándolo desde el nivel presente alcanzado, a fin de reoriginar desde él nuevas posibilidades de sentido y comprensión[3].

Y ello no solo porque todo decir sea deficiente, sino también, y principalmente, porque, conservando latentemente el texto su procedencia de estructura dialógica, actualizada en el interpelar que el lector le dirige y en la comprensión que de él hace (todo ello desde la propia “situación hermenéutica” y desde el peculiar “horizonte de intelección”), el texto en cada caso habla, o mejor, se le hace hablar, desde diferentes niveles de preguntas y grados de profundización. La “pertenencia” del lector o intérprete al texto, y en último término a la tradición, de modo que este nunca es propiamente sino un intérprete, y de otra parte la “aplicación” que cada lector hace de un texto, constituyen, juntamente con lo abierto y problemático de lo que en cada caso da que pensar, la estructura que condiciona el que las posibilidades de sentido de un texto, y, en consecuencia, su comprensión y lectura, sean infinitas. “Una interpretación definitiva parece ser una contradicción en sí misma. La interpretación es algo que siempre está en marcha, que no concluye nunca” (Gadamer, 1981, p. 75).

En este punto quisiéramos recordar, solo de pasada, a Michel Foucault: también él piensa que “la interpretación se ha convertido, finalmente, en una tarea infinita” y que, “si la interpretación no se puede acabar jamás, esto quiere decir simplemente que no hay nada que interpretar” (Foucault, 1970, pp. 32 y 35 resp.). Estas ideas de Foucault, y en general su pensamiento, llevan el problema de la hermenéutica por unos derroteros quizá distintos y que aquí no procede, ni es posible, considerar, y que requieren ser discutidos.

En cada caso, en el texto cabe leer, y en su comprensión aflora, no solo lo no dicho, sino incluso lo no pensado (ungedachtes) (Heidegger, 1954, p. 71/p. 81) expresamente por el autor y que, sin embargo, el texto, obligado a responder a una pregunta, da a pensar. En este sentido, todo decir es exuberante y da a entender más de lo que se propone. En cuanto últimamente venimos diciendo están presentes al menos dos caracteres o momentos fundamentales de la comprensión de un texto: la estructura de pregunta y respuesta, y el llamado “círculo hermenéutico”.

Leer un texto es un procedimiento de comunicación entre el texto y nosotros mismos en relación con la cosa referida por aquel y que incoa nuestra pregunta e interpelación. El texto ha surgido como respuesta a una pregunta o cuestión ante la que se encontró el pensador, de modo que el texto como lo expresamente dicho adquiere sentido desde esa latencia problemática y como desarrollo de esa cuestión y pregunta, que admiten en principio, sin duda alguna, otros posibles planteamientos y otras respuestas. Pues bien, la intelección del texto exige hacerse cargo y comprender esa pregunta, reconducirlo todo él a ella y reconstruir desde ella su sentido; ver lo dicho en el texto a la luz de lo no dicho, desde lo latente y sin embargo operante.

Pero la pregunta que mueve al texto también nos pregunta, en cierto modo, a nosotros mismos, pues es la tradición, constituida, en nuestro caso, por los textos de los clásicos, la que nos interpela y nos lanza una pregunta. Y solo puede interpelarnos propiamente en relación con nuestro presente y desde el nivel de interrogación, madurez y condiciones de nuestra “situación hermenéutica”, en la que nos interrogamos a nosotros mismos y desde la que a su vez, en otro respecto, pero siempre en relación con la “cosa” referida por el texto y a su apertura de sentido con relación a ella, interrogamos al propio texto. La lectura y comprensión viene abierta por la dialéctica de pregunta-respuesta y guiada desde el doble nivel u horizonte del preguntar, en un intento de comunicación (la “fusión de horizontes” de Gadamer) y acuerdo en relación con la cosa. En el renovado preguntar, se abre camino el sentido y se cumple la comprensión; “la esencia de la pregunta es el abrir y mantener posibilidades” (Gadamer, GW 1, p. 304/p. 369). Ahora bien, el preguntar que inicia la comprensión se hace siempre desde un proyectar, desde una comprensión previa acerca de la cosa, desde una precomprensión que abre un primer acceso a la comprensión. “Una interpretación jamás es una aprehensión de algo dado llevada a cabo sin supuesto” (Heidegger, Sein und Zeit, § 32, p. 150/p. 168).

En efecto, ha sido Heidegger, como es sabido, quien ha mostrado el carácter “circular” de la intelección y la ha fundado ontológico-existenciariamente en el ser del “Dasein”. Toda interpretación (Auslegung) está fundada en un “tener previo” (Vorhabe), dentro del cual el intérprete recorta una posibilidad de interpretación fundado en y desde un “ver previo” (Vorsicht), decidiéndose a enfrentarse a lo por interpretar desde unos determinados conceptos o concepciones fundados en un “concebir previo” (Vorgriff).

En la interna unidad y articulación de estos tres momentos, se ejerce la interpretación. El estado de “previo” abre y posibilita la comprensión, pero toda su intención está en abrirse a la cosa misma y a la comprensión objetiva de aquello que en cada caso se trate, siendo a su vez tematizada y remodelada por la cosa misma comprendida. Pues es propio de la precomprensión el ser abierta, limitada y por tanto móvil y modificable. La lectura de un texto acaece, pues, en esta dialéctica de precomprensión y comprensión de y en la cosa.

Esta compleja estructura de “previo” de la precomprensión, de carácter formal, está en cada caso configurada, entre otros, por los propios hábitos lingüísticos, por las opiniones propias de contenido por cada uno poseídas, y por lo que Gadamer ha llamado la “historia efectual”, pudiéndose dar pie, con base en esta estructura de “previo” y movido desde sus especiales configuraciones, a toda clase de arbitrariedades y “ocurrencias” en la interpretación de un texto. Es este un grave escollo en la tarea de lectura, que no es fácil evitar y que, con todo, es necesario conseguir. Para ello se requiere una continua vigilancia contra los propios hábitos, apenas perceptibles, y orientarse desde la cosa misma y medirse con ella. Solo cuando “la interpretación ha comprendido”, escribe Heidegger, “que su primera, constante y última función es evitar que las ocurrencias y los conceptos populares le impongan en ningún caso el ‘tener’, el ‘ver’ y el ‘concebir’ ‘previos’, para desenvolver estos partiendo de las cosas mismas” (Heidegger, Sein und Zeit, p. 153/pp. 171 s.), el comprender será lo que fundamentalmente significa “entenderse en la cosa”. De aquí que una de las tareas en la lectura sea la de evitar las propias posiciones preconcebidas y protegerse contra los malentendidos.

Como tal, puede jugar en la comprensión de un texto la llamada “historia efectual”. Con esta expresión se refiere Gadamer al efecto y repercusión de los fenómenos históricos y de las obras transmitidas, y también de los textos, en la historia, así como a las interpretaciones que ellos han ido recibiendo en la tradición posterior, a cuya luz también aquellos nos llegan; interpretaciones que, de alguna manera, con frecuencia importante, férreamente nos orientan de antemano en la lectura de un texto y en lo que en él hemos de buscar y entender. Es este último “efecto” el aspecto que aquí quisiéramos resaltar, pues el acceso a la lectura de un texto se ve favorecido o dificultado por la “historia efectual”, siendo preciso clarificar la conciencia lo más posible con respecto a este “efecto”. Desde la clarificación, desarrollo y explicitación que un texto recibe en la “historia efectual”, se le puede entender en un mayor nivel de riqueza y profundidad que pudo hacerlo el mismo autor, en virtud además del progresivo desarrollo de sentido que, en el acontecer histórico y en el diálogo hermenéutico, el texto ofrece. Recordemos, una vez más, las palabras de Hegel sobre la tradición, aplicables en nuestro caso al sentido de un texto: “[…] es viviente, y crece como un torrente poderoso que se agranda a medida que se aleja de su fuente”. Pero también la “historia efectual” puede ponernos anteojeras que encorseten y fijen el mirar y preguntar a un texto en una sola dirección, impidiendo así el despliegue de sentido y su reactualización dentro de cada situación distinta en la que opera y desde la que se le interpela.

Y es que interpretar un texto no significa solo comprenderlo en sí mismo y desde su propio horizonte, ni tampoco, sin más, medirlo en la cuestión que trata con respecto a la verdad que sobre ella descubre y expresa, sino también, y articuladamente con ello, hacer que el texto nos hable a nosotros, a nuestra situación. En una palabra, hacerlo participar en un sentido presente. Es decir, la comprensión de un texto tiene el carácter de una application. “Comprender un texto”, escribe Gadamer,

significa siempre aplicárnoslo y saber que, aunque tenga que ser entendido en cada caso de una manera distinta, sigue siendo el mismo texto el que cada vez se nos presenta como distinto… La comprensión es siempre: una apropiación de lo dicho, tal que se convierta en cosa propia (Gadamer, GW 1, pp. 401 s./p. 477 s.).

Este carácter de apropiación de la interpretación es lo que, en último término, cumple la intención de la lectura, en la medida que el leer y pensar surge desde un presente, impelidos por sus problemas y llamados a ejercer una clarificación racional y a alcanzar una mayor plenificación en la “perfección” de sentido (Gadamer, GW 1, pp. 299 s./pp. 364 s.), “perfección” que es presupuesta en la lectura y promueve el pensamiento como a su fin. Ricœur ha señalado, fina y bellamente, algunos aspectos de este carácter de apropiación.

De una parte, la interpretación encamina a un mejor conocimiento de sí mismo; “conocerse a sí mismo”: este es, desde Sócrates al menos, seguramente el móvil de toda reflexión filosófica, y, al decir de Bloch, “no puede haber frase más cálida ni más tensa que ésta” (Bloch, 1949, p. 36). Pues bien, “por apropiación”, escribe Ricœur, “entiendo esto: que la interpretación de un texto se termina en la interpretación de sí de un sujeto que a partir de entonces se comprende mejor, se comprende de otra manera, o incluso empieza a comprenderse”. De otra parte, apropiación significa “el carácter ‘actual’ de la interpretación: la lectura es como la ejecución de una partitura musical; señala la efectuación, la actualización, de las posibilidades semánticas del texto” (Ricœur, 1970, pp. 194 s.). Pero es que, además, la apropiación del texto la hacemos en el sentido propio del texto, y en el camino por él abierto, en aquello que más propiamente nos lleva a y nos da que pensar; aquello, por decirlo de alguna manera, que nos posee y nos interpela, de modo que llegamos a estar como en su propiedad, poseídos por ese sentido: el sentido del mundo y de la realidad, el sentido de lo que nosotros mismos somos.

En este punto surge de nuevo el carácter “objetivo” de la interpretación, o su última intención “real”; es decir, sus supuestos e implicaciones ontológicas. La interpretación es tan rica como el hombre mismo y su lenguaje, y como la realidad. Medida con relación a esta “perfección de sentido”, y a la aporeticidad de lo que mueve a pensar, “no puede haber una interpretación correcta en sí” (Gadamer, GW 1, p. 401/p. 477). Leer es, en este sentido, como señaló Ortega, “una faena utópica”. Al igual que, y acaso por razones semejantes (pues no en vano ni fortuitamente la hermenéutica busca anclaje en sus cuestiones últimas y radicales en problemas ontológicos), la pregunta por la relación entre realidad, lenguaje y verdad, está siempre en camino, abierta y necesitada de ser reiterada.

En la comprensión de un texto, se dan, pues, tres momentos o aspectos en que se cumple la interpretación y que conviene distinguir dentro de su necesaria articulación. Al primero podríamos denominarlo la comprensión “correcta” del texto que en cada caso se está leyendo o comentando. Con la exigencia de “corrección”, se quiere significar que el texto debe ser comprendido en sí mismo, ateniéndose a la semántica de su discurso, de sus términos, que en cada autor o en cada obra adquieren unos perfiles más o menos precisos, pero en cualquier caso propios, y que expresan el modo en que el autor abre e interpreta el sentido del problema a que el texto se refiere. La exigencia de aproximarse a lo que un autor ha pensado sobre algo es razonable, sin que esta “objetividad” de la comprensión (“objetividad” en el sentido de ceñida y sometida a lo que el texto dice sobre la cosa de que habla) esté en contradicción con lo no pensado y no dicho por el autor, y que sin embargo el discurso del texto mismo da a pensar, leído desde nuestra situación hermenéutica y a la luz del acontecer del texto mismo como “historia efectual”. La exigencia de “corrección” no contradice ni impide el que, en el proceso de renovadas lecturas, se vayan alumbrando otros aspectos o sentidos del mismo texto, que no por ser “otros” dejan de ser “concretos”. En uno y otro caso de lecturas “concretas”, siempre será necesario y se mostrará que es la semántica del texto la que funda suficientemente (y de ahí la “corrección” de la nueva lectura) el nuevo sentido, o mejor, un nuevo aspecto o perspectiva de leerlo. En una palabra, con la exigencia de “corrección” se trata de cerrar el camino al fácil mariposear sobre los textos o a la arbitrariedad y gratuidad en el exponerlos y comentarlos; por no referirnos a lo que, sin duda, puede considerarse como crasos “errores” en la comprensión de un texto.

El segundo momento o aspecto en esta tarea consiste en comprender un texto, en el sentido por él abierto, en relación con “mi situación hermenéutica”. Comprender y hacer hablar al texto “aplicándomelo”.

Esta interpelación o pregunta al texto (que abre su comprensión) desde mi horizonte de intelección es distinta de aquel reformular la pregunta (inexpresada o no dicha) a la que el texto pretende responder y desde la que hay que leerlo para su comprensión “correcta”. El preguntar al texto desde mi horizonte viene a significar el momento de participación en el descubrimiento del sentido del texto, o en el sentido desde el que el propio texto habla y con respecto al cual significa de cierta manera. Porque la relación con un texto se hace siempre desde el presente, y porque un texto, en cuanto “clásico”, tiene o está inmerso en un acontecer de sentido, que en cuanto “acontecer histórico” no es sin más “pasado, pues éste justamente ya no acontece” (Heidegger, 1953, § 14, p. 33 s./p. 81); por todo esto, no solo es posible, sino también necesario, este segundo momento de la comprensión. “La lectura comprensiva no es repetición de algo pasado [etwas Vergangenem], sino participación en un sentido presente” (Gadamer, GW 1, p. 396/p. 471).

Pero los dos aspectos hasta aquí señalados han de estar en todo momento referidos a la cosa misma, pues la comprensión de algo (del sentido de un texto) o de alguien solo es posible con base en un “sobre qué” y con relación a ello. Y este tercer aspecto no solo es necesario por ser condición de posibilidad del entender (en cuanto que texto e intérprete comienzan por habérselas con el mismo asunto), sino además, y con no menor importancia, porque texto y lector son remitidos a la cosa misma, para medir con respecto a ella, y desde la expectativa de “perfección de sentido”, el grado de verdad del texto y de la interpretación propia del que participa en el sentido del texto. En este tercer aspecto, se encuentra la tierra en que arraiga y de la que vive toda interpretación. Y esta tierra no es otra que la presión de los problemas y el sentido de la realidad. Es en el cumplimiento de este tercer momento del leer y entender como cada uno ejerce, con toda la modestia que se quiera, la actividad genuinamente filosófica.

No es que la hermenéutica se torne ontológica, es que no ha dejado de serlo en ningún momento. Decidir qué concepción de la ontología y de la realidad hace posible, y requiere, esta hermenéutica es una cuestión grave, y que, en cualquier caso, cae fuera de nuestro presente objetivo. Lo que no parece convincente es que, porque el lenguaje sea el medio en que discurre en casi todo momento la hermenéutica, ésta y sus cuestiones queden apresadas, bajo el encantamiento lingüístico, en una idealidad lingüística.

Uno de los problemas más difíciles para los filósofos, escribió Marx, es el descender del mundo del pensamiento al mundo real. La realidad inmediata del pensamiento es el lenguaje. Y como los filósofos han proclamado la independencia del pensamiento, debieran proclamar también el lenguaje como un reino propio y soberano. En esto reside el secreto del lenguaje filosófico, en el que los pensamientos encierran, como palabras, un contenido propio. El problema de descender del mundo de los pensamientos al mundo real se convierte así en el problema de descender del lenguaje a la vida… Los filósofos no tendrían más que reducir su lenguaje al lenguaje corriente, del que aquél se abstrae, para darse cuenta y reconocer que ni los pensamientos ni el lenguaje forman por si mismos un reino aparte, sino que son, sencillamente, expresiones de la vida real (Marx y Engels, 1970, p. 534 s.).

Bastaría la mera consideración del lenguaje como un instrumento y también como instrumentos sus conceptos[4], aunque pudiera parecernos insuficiente y reductiva esta idea del lenguaje, bastaría eso para desencantar el narcisismo del lenguaje. En esta línea se pronuncia Ferrater Mora al considerar como “solipsismo lingüístico” en que puede incurrir la filosofía como análisis lingüístico: “no recurrir a la realidad, sino al modo de conocerla” en y desde el lenguaje.

El riesgo se incrementa hasta el borde abismático de un “idealismo lingüístico”: “partir de las palabras para volver a ellas sin haberse tomado la molestia de darse una vuelta por la realidad, y creyendo de buena fe que la habían sondeado”, haciéndonos “sumergir en el lenguaje hasta el cogote, si no hasta la coronilla”. Ello no significa, obviamente, “eliminar las filosofías de tipo ‘lingüístico’, ni reducir a la perspectiva ‘lingüística’ todas las perspectivas filosóficas, sino más bien integrarlas y, por ende, unificarlas todas dentro del marco de la ontología” (Ferrater Mora, 1967, cap. III, pp. 41-57). También en esta intención ontológica está el pensamiento hermenéutico de Gadamer. Si bien es verdad que “el lenguaje es el medio universal en el que se realiza la comprensión misma”, y que “sólo el mundo es mundo en cuanto que accede al lenguaje”, no lo es menos, y si en cambio un momento más radical, que “el lenguaje sólo tiene su verdadera existencia en el hecho de que en él se presenta el mundo”, “esto es, el todo de cuanto es” (Gadamer, GW 1, pp. 392, 447 y 456/pp. 467, 531 y 543 resp.); y que es la cosa misma, y la verdad de la cosa, lo que reúne a los pensadores en una tarea común, que es la tarea de pensar. También hoy nos llega, lozana, la palabra del viejo Heráclito: “Por tanto es necesario seguir a lo común, pero aunque el Logos es común, la mayoría viven como si tuvieran una inteligencia particular”[5]. Seguir lo común, “obligados por la verdad misma” (ὑπ᾽ αὐτῆς τῆς ἀληθείας […] ἀναγκαζόμενοι como vio Aristóteles, Metafísica A 3, 984 b 10).

Hemos referido cómo lo que mueve a pensar es lo problemático, algo aporético. Aporeticidad en la que anida y se despliega el texto mismo forcejeando por abrirse camino entre la maraña y encontrar una salida. Menester es, pues, detenernos en este aspecto aporético.

¿Qué entender por “aporética”? Quisiéramos “apropiarnos” y “aplicar” a nuestra tarea algunas ideas de Aristóteles al respecto. “Aporia” (ἀπορία) significa en Aristóteles dificultad, problema, cuestión, o lo cuestionable de algo. En su forma verbal (ἀπορεῖν), expresa la acción de apercibir una dificultad (cf. Met., A 2, 982 b 17), o bien de suscitarla. En definitiva, una situación aporética surge en el cruce del “plantearnos una cuestión algo” y “el suscitarla nosotros mismos desde nuestro preguntar” (ἡ τῆς διανοίαϛ ἀπορία δηλοῖ τοῦτο περὶ τοῦ πράγματοϛ, Met., B 1, 995 a 30 s.). En este sentido, ante un texto la aporética deberá entresacar, como ha señalado N. Hartmann (1957, tomo I, pp. 58 s.), lo cuestionable de él, o bien traer a luz la cuestión que el texto plantea y a la que trata de responder, separando lo comprendido de lo incomprendido y distinguiendo lo dicho de lo no dicho. Así pues, la aporética abrirá expresamente el problema o lo cuestionable del texto, mediante la triple relación entre “lo dicho”, “sobre qué se dice” y lo “no dicho”, tanto lo dado por supuesto en el horizonte en que nace el texto, presente entonces, pero que en la lectura hay que reconstruir, como la pregunta a la que el texto responde y a la cual hay que someterlo. “Una de las intelecciones fecundas de la moderna hermenéutica es que todo enunciado debe ser considerado como una respuesta a una pregunta y que la única vía para entender un enunciado consiste en obtener la pregunta desde la cual el enunciado es una respuesta” (Gadamer, 1981, p. 75).

El preguntar al texto requiere que se haga también desde el presente del lector, desde su situación hermenéutica, pues la comprensión ni puede ni debe pretender anular este necesario presupuesto. Frente a la “escrupulosa” carencia de supuestos (Voraussetzungslosigkeit), toda comprensión es “fáctica” (Heidegger). Pero, en este punto de la aporética, se trata de algo más que de esta constatación, por importante que ella sea.

En lo cuestionable del texto, por otra parte, está presente el “acontecer hermenéutico” a que el texto mismo se ha visto sometido; o, de otro modo, el texto mismo hay que hacerlo cuestionable en relación con su “historia efectual”. La comprensión de un texto requiere, como ya se indicó, una comparación o careo con respecto a las interpretaciones que la tradición ha ido haciendo de él y sobre él ha dicho (τὰς τῶν προτέρων δόξας συμπαραλαμβάνειν ὅσοι τι περὶ αὐτῆς ἀπεφήναντο), y no solo para ver el texto también a la luz de ellas en lo que tengan de enriquecedor (τὰ μὲν καλῶϛ εἰρημένα λάβωμεν), sino también para, conociéndolas, precaverse de ellas si en algo parecen inadecuadas por reducir los sentidos del texto, constreñirlo, o haberlo metido en una sola vía de sentido (εἰ δέ τι μὴ καλῶϛ, τοῦτ᾽ εὐλαβηθῶμεν), y así estar en franquía para acaso una diferente “lectura” del texto o descubrirlo en un sentido más genuino y originario (Aristóteles, De anima, A 2, 403 b 21-24).

Por lo demás, es en este “adecuado ir recorriendo las dificultades” (τὸ διαπορῆσαι καλῶϛ, Met., B 1, 995 a 28) de un texto o de una cuestión (dificultades que también se ha ido explicitando en y por obra de su “historia efectual”):

  1. como el problema y sentido del texto se enriquece;
  2. como se puede reparar en algo que ha podido escapar o quedar desatendido (παρεωραμένον, Met., B 1, 995 a 27) en las diferentes interpretaciones, y también, en último término, como veremos, que haya escapado al propio texto en su relación de descubrimiento y significación de la “cosa misma”;
  3. como se puede alcanzar mejor (εὐπορεῖν) la comprensión del texto, o llegar a resolver en alguna medida la cuestión o cuestionable de él (ἡ γὰρ ὕστερον εὐπορία λύσις τῶν πρότερον ἀπορουμένων, Met., B 1, 995 a 28), pues a aquellos que desconocen el nudo de la cuestión no les es posible poner en libertad (λύειν δ᾽ οὐκ ἔστιν ἀγνοοῦντας τὸν δεσμόν, Met., B 1, 995 a 29 s.) ni seguir ellos mismos adelante (προελθεῖν εἰς τὸ πρόσθεν, Met., B 1, 995 a 33);
  4. como, puestos en claro nosotros mismos, y también el texto, acerca de la maraña y conflicto de interpretaciones, poder ver hacia dónde es preciso encaminarse (ποῖ δεῖ βαδίζειν, Met., B 1, 995 a 35 s.) en el desarrollo del sentido del texto y en la cosa misma;
  5. como retomándolo y prosiguiéndolo en su sentido puede alcanzar nuevos niveles de comprensión y perspectivas (εὐπορεῖν δεῖ προελθόντας, De anima, A 2, 403 b 21);
  6. como, en fin, en la conjunción de la cuestión y cuestionable del texto y de la explicación de él a través de sus dificultades e interpretaciones, poder apreciar el grado de su comprensión y saber si se ha encontrado o no, o en qué medida, lo buscado (εἴ ποτε τὸ ζητούμενον εὕρηκεν ἢ μὴ γιγνώσκειν, Met., B 1, 995 a 36-995 b 1).

Señalemos, para terminar este punto de la aporética, que solo entonces, tras el cumplimiento de todas estas consideraciones, se está en mejor situación para juzgar (ἔτι δὲ βέλτιον ἀνάγκη ἔχειν πρὸς τὸ κρῖναι, Met., B 1, 995 b 2 s.) acerca de las interpretaciones del texto, para abrir acaso un nuevo sentido, y para en su momento juzgar el significado del texto en relación con la cosa misma.

Se trata de que hay que hacerle hablar al texto e interpelarlo también desde lo que a nosotros hoy, en esa cuestión, nos da que pensar, para hacerlo nuestro interlocutor en aquello que nos apremia, o desde la fuerza de una idea que nos inspire, para que él se torne así lenguaje para nosotros. Este aspecto del comentario, como modo de comprensión de un texto, no puede confundirse ni con la arbitrariedad ni con la extrapolación. En cualquier caso, este modo de “violencia” que infligimos al texto cuando desde nuestra idea directriz hacemos participar al texto en nuestro horizonte de problemas hace más fructífera la exégesis. Así lo entendió Heidegger:

[…] es cierto que toda interpretación, para extraer de las palabras todo lo que éstas quieren decir, debe recurrir necesariamente a la violencia. Pero esta violencia no puede ser una vaga arbitrariedad. La exégesis debe estar animada y conducida por la fuerza de una idea inspiradora. Únicamente esta fuerza permite que una interpretación se atreva a emprender lo que siempre será una audacia, es decir, confiarse a la secreta pasión de una obra, para penetrar, por su medio, hasta lo que quedó sin decir y tratar de expresarlo (Heidegger, 1951, p. 183/p. 170; subrayados nuestros).

Entonces, también se impone el ejercicio crítico y el carácter de disputa que el pensamiento vivo y creador conlleva. Señalemos solo, de la mano de Deleuze, que las objeciones filosóficas pueden ser de dos clases.

Las unas, la mayoría, no tienen de filosófico más que el nombre. Consisten en criticar una teoría sin considerar la naturaleza del problema al cual responde, en el cual la teoría encuentra su fundamento y su estructura… En verdad, una sola clase de objeciones es válida: la que consiste en mostrar que la cuestión puesta por tal filósofo no es una buena cuestión, que no fuerza bastante la naturaleza de las cosas, que era necesario plantear de otra manera (Deleuze, 1952, pp. 118 y 120).

El nivel de radicalidad en el planteamiento de los problemas, que a su vez no son sino los problemas de la realidad misma, de aquello que en cada caso y quizá siempre nos da que pensar, y el ajuste del problema mismo, tal como ha sido planteado y desarrollado en el texto, con la realidad, estos dos aspectos, cuanto menos, parece necesario considerar en la discusión crítica. Con ello cada lector se mide él mismo con el texto y la realidad, y muy especialmente en ese instante está el mismo filosofando. Encaminar en esta difícil tarea es lo más urgente y acaso siempre lo necesario, si por fortuna también hoy siguiese siendo verdad el dicho del pensador de Königsberg y estuviéramos dispuestos a escuchar: “kann man keine Philosophie lernen; [] man kann nur philosophieren lernen”, no se puede aprender ninguna filosofía, solo se puede aprender a filosofar (Kritik der reinen Vernunft, A 838/B 866).

Bibliografía

Bloch, E. (1949), El pensamiento de Hegel, México, Fondo de Cultura Económica.

Deleuze, G. (1953), Empirisme et subjectivité, París, Presses Universitaires de France.

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Gadamer, H.-G. (1981), La razón en la época de la ciencia, Barcelona, Editorial Alfa Argentina.

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Wittgenstein, L. (1967), Philosophische Untersuchungen, Fráncfort del Meno, Suhrkamp Verlag.


  1. Universidad Complutense de Madrid, España.
  2. Me uno gustoso al homenaje al profesor Ramón Rodríguez, amigo, desempolvando este texto en el que hoy vemos resonar intereses comunes.
  3. Es esta una idea, como es sabido, de singular importancia y riqueza en el pensamiento de Heidegger, y de grandes frutos para la hermenéutica. Aquí hemos de limitarnos a la indicación dada. Cf. especialmente el § 74 (Heidegger, Sein und Zeit, p. 382-387/p. 412-418).
  4. “El lenguaje es un instrumento. Sus conceptos son instrumentos […]. Son la expresión de nuestro interés” (Wittgenstein, 1967, §§ 569 y 570, p. 184).
  5. (DK22B2) διὸ δεῖ ἕπεσθαι τῶι […] κοινῶι […] τοῦ λόγου δὲ ἐόντος ξυνοῦ ξώουσιν οἱ πολλοὶ ὡς ἰδίαν ἔχοντες φρόνησιν.


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